El cuento La caja del enemigo, del
periodista Ernesto Pascual Ladrón, es el ganador del quinto certamen de relato
breve ‘Relatos con zapatos’, impulsado por la Fundación Caja Rioja. El ganador
ha recibido 600 euros.
Un total de 102 relatos se han presentado a
este certamen. Las obras proceden tanto de España como de países como Italia.
Hay relatos de La Rioja, Valencia, Cataluña, Andalucía, Aragón o País Vasco. El
jurado ha estado formado por el filólogo Ángel Mª Fernández, las periodistas
Esther Pascual y Valvanera Sanz, y tres miembros de la Fundación Caja Rioja.
Este certamen de relato breve es una de las
actividades impulsadas por la Fundación Caja Rioja para promover la Literatura,
y se suma a las organizadas por el Área de Cultura de la entidad, organizadora
de certámenes como el Premio Logroño de Novela.
Sobre el ganador
Ernesto Pascual es, en la actualidad,
periodista de Diario La Rioja. Licenciado en Periodismo por la Universidad de
Navarra ha trabajado en diversos medios de comunicación, tanto periódicos como
televisiones.
Ha sido galardonado con premios literarios,
como el accesit en el VI Concurso de Narrativa en 1999 para Jóvenes
Autores del Gobierno de La Rioja, el segundo premio en el VII Certamen
Literario Nacional Voces de Mujer en las ediciones 2007 y 2008, el primer
premio en el X Concurso Literario de Cuentos Ciudad de Alfaro 2001 y con varios
accesits en otros concursos.
Sobre La caja
del enemigo
Se trata de una historia que el autor sitúa
en la Argentina de principios de los años 80, tras la dictadura de Videla.
Estructurada en torno a varios flashbacks a través de los cuales, el
narrador, el propietario de una recién reabierta zapatería, va dando pinceladas
sobre el recuerdo que le producen los zapatos en los denominados “vuelos de la
muerte” en los que él tuvo que participar.
La caja del enemigo
No ha perdido la maña. No es muy diferente de cuando lo hacía con Victoria. Se
agachaba sonriente, asintiendo ante la rabieta de su niña por la rebelión de unos nudos
que no se dejaban dominar, hincaba la rodilla y tomaba con sus dedos los cordones para,
con un suave tirón, liberar los mocasines. Alzaba la vista y veía sonreír la tímida
vergüenza de su hija, que corría a la habitación a recoger aquellos mocasines rosas que
formaban un arcoíris cuando corría por el primaveral parque y se lanzaba por el tobogán
sin ningún temor.
Pero esta vez Herman no se agacha paciente y feliz. Ni eleva la mirada y encuentra la
desdentada sonrisa de Victoria. La liberación de los nudos no es muy diferente, pero sí
más complicada y exigente ante un cuerpo inerte, un cuerpo que no sonríe amontonado
entre otros cuerpos inertes, descalzos y desnudos. Revueltos y enrededados ante una
montaña de zapatos confundidos.
- No puedo quejarme. El negocio funciona pese a todo –intenta sonreír mientras
alarga la funda con las botas remachadas a la vecina del quinto.
No eran pocas las veces que ante las preguntas tenía que dar cuenta de cómo marchaba
la reapertura de la zapatería del abuelo. Entendía que los clientes que se interesaban lo
hacían de buena voluntad y que él debía responder dentro de las mismas normas
sociales de amabilidad y encuentro. Pero en ocasiones le aburría tener que ser tan
políticamente correcto, más cuando alguno insistía en cuestionarle por qué era un tipo
tan callado, tan reservado. No podía explicarles que nunca le hubiera gustado retirar las
telarañas que cerraron durante décadas el viejo local del centro de la capital. Que
desearía mantener su viejo y odioso trabajo, que desearía acudir cada mañana a acatar
las órdenes del jefe y que desearía que nunca aquel médico hubiera firmado la baja por
depresión que le causó la muerte de su angelito.
Eran tiempos de cambios para todos. Decían que para mejor. La dictadura de Videla y
los militares había caído y el aire fresco quería entrar por todos los rincones del país
aunque muchos, como él, temían que arrastrara susurros de revancha. Las noches de
golpes en las puertas, de cristales rotos y gritos arrancados del hogar habían pasado y, pese a que costaba, todos debían intentar aparcarlos en una estantería apartada. Para él
había algo mucho más importante que mirar demasiado atrás, donde sólo encontraba
dolor y vacío, donde sólo veía mocasines sin color. Tenía a Carlitos a los pies del
mostrador intentando atarse los cordones de sus zapatos mientras la vecina del quinto le
despeinaba la raya que con tanto esmero se había trazado frente al espejo.
- ¡Pero qué mayor está! ¿Cuántos años tiene ya Carlitos?
- Responde a Nilda del modo y con la educación que te han enseñado en la
escuela – le instó serio.
- Voy a cumplir nueve, señora.
- Ya decía yo que es todo un hombrecito. Cada día se parece más a su padre.
¿Querrás ser de mayor un zapatero tan bueno como él?
- Yo ya soy mayor, señora –respondió Carlitos entre las sonrisas de dependiente
y cliente.
El vaivén del avión le recuerda al inestable pasar del tren hacia el sur, camino del fin del
mundo donde le gustaba perderse de joven acompañado por la voz llena de pasión de
Atahualpa Yupanqui. Al menos ya no se marea como en el primer viaje, cuando vomitó
el breve almuerzo sobre unos pies cubiertos al sentir que las ruedas se separaban
lentamente de la tierra. Inertes, descalzos, desnudos. Ya son varios viajes, ya son
decenas los zapatos, botas, deportivas, mocasines que ha desatado en medio de un vacío
silencio. Se amontonan junto a calcetines, pantalones, camisas, faldas, blusas.
- Hay que desnudarlos después de que en el primer vuelo aparecieran los cuerpos
en la costa de Uruguay y, aunque la sal los había devorado y despelado, por culpa de
unas monedas los identificaran como argentinos – le explica rompiendo el silencio de
los motores un compañero mecánico a Felipe, que tiene la desgracia de participar en su
primer vuelo.
La tarde del martes es la más temida de la semana. Si la rotativa señala a tu oficial,
sabes que el miércoles tienes vuelo. Cuantos más oficiales se hagan cargo de las órdenes
para cumplir la doctrina, más de ellos y más de sus subordinados comparten la mancha.
Aunque para muchos no es un dolor participar, sino un orgullo por limpiar de
subversivos la patria.
Este miércoles no es diferente de otros. Siete chicos y seis minas, preciosas todas, han
llegado al aeropuerto dormidos en la parte de atrás de la ruidosa camioneta. Pobres. El
doctor de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada les ha administrado una
anestesia diciéndoles que era una vacuna para las muchas enfermedades que rondan sin
atadura los húmedos barracones. Aunque son pesos muertos, es más fácil moverlos
dormidos para poder meterlos en el camión que les trae hasta el aeroparque. Recién
subidos al avión, el médico naval les ha aplicado una nueva dosis, más fuerte siempre,
para mantenerlos dormidos. Quizá soñando.
La cortinilla de la vieja zapatería cada día se abría más. Aunque él no lo hubiera
imaginado, parecía que había heredado algo de la maestría del abuelo. Si lo viese, remendando pieles, martilleando tacones, cubriendo las goteras de suelas desgastadas,
no daría crédito. Aunque le gustaría pensar que estaría orgulloso de él.
Prometían que eran tiempos de cambios, pero para los de abajo nada cambiaba. Y lo de
comprarse zapatos nuevos no era una opción cuando los que llevabas puestos podían
arreglarse. Solía pensar que quizá haya un tiempo en el que todos pudieran permitirse
comprarse zapatos nuevos cuando el piso hubiera devorado las suelas. Pero mientras
esas bonanzas esquivaban a la alargada patria y tardaban en llegar, parecía que su futuro
estaba garantizado. Eso sí, no quería que el oficio del abuelo llegara a su hijo. Para él
soñaba algo mejor.
- Carlitos, ¿vas al colegio?
- Sí, señora Marga.
- ¿A uno con crucifijos en las paredes?
- Claro, mi padre dice que ahí encontraré el mejor futuro.
- Eso dicen… pero lo mejor es que ahora encuentre buenos amiguitos, de los que
saben buenos juegos y que le acompañen para toda la vida.
- Deje de llorar como un cobarde. ¡Y láncenlos ya!
El estruendo del viento que asalta la aeronave rompe el vacío y casi no le deja oír al
comandante. Emilio está llorando a un lado, abrazado a sus rodillas preguntando una y
otra vez “por qué los desvestimos… por qué los desvestimos”. Nadie le ha explicado
que no trasladan a los trece jóvenes a otra cárcel, como dice el rumor que habían hecho
correr días atrás en la ESMA para que a nadie le extrañara la ausencia de los trece. El
mismo rumor extendido que para otros tantos vuelos. Emilio sigue llorando. El
comandante se acerca y le propina un puñetazo en la cabeza, le agarra de los cabellos y
le señala el vacío azul.
- ¡Cobarde! ¿Quiere ir con ellos?
Herman mira a Felipe y le indica con la mirada que tome al primero por los brazos, que
él lo levanta de los pies. Inertes, desnudos. Descalzos. Ya están mar adentro y es
momento de “dejar la mercancía”, como escuchó bromear en su primer vuelo a un
teniente de la Armada.
Herman ha aprendido a no mirarles el rostro. En los primeros vuelos llegaron a
confundirle. Tan jóvenes, con los párpados apaciguados, con los labios sellados como
un mar en el horizonte, parecían soñar. Parecían angelitos, como describía la abuela a
sus primos cuando los juntaban a todos en la misma habitación de su casa para dormir
después de las cenas de cumpleaños. En aquella ocasión, a medida que recorría el valle
de la nariz hasta sus ojos, el teniente percibió su mirada sobre el rostro de aquellos
comunistas y le atizó una patada.
- ¿Qué le ocurre? Les ve dormidos y cree que son mansos, unos jóvenes
tranquilos que anhelan el futuro. ¡Que le quede claro que no! Que detrás de esos rostros
están mentes comunistas, sucios subversivos que quieren acabar con la patria y
deshacerla en añicos como los crucifijos que arrojaban en las escuelas en los tiempos de
la traidora de Isabelita. A buen tranco, las sombras de los pañuelos blancos paseaban tras la cortinilla que
protegía el interior de la zapatería del sol de la tarde. No tenía tiempo para pensarlo.
Dejó la tapa y la bota que estaba reuniendo a suaves martilleos y salió presto para tomar
de la mano a Carlitos que, inocente, jugaba con una avioneta de juguete sobre las
sombras de la vieja pared. No se equivocaba. Tras las sombras blancas marchaban a
unos metros los cascos grises. Sus botas negras golpeaban en su larga zancada el
adoquín sin cuidar de tropiezos.
- Mira, papá, son las mamás de blanco – señala con los ojos muy abiertos
Carlitos el grupo que se aleja en dirección hacia la plaza-. ¿Por qué mamá no se ata
nunca un pañuelo blanco en la cabeza?
- Porque no lo necesita, hijo.
- ¿Por qué no lo necesita?
- Porque usted está aquí… en casa.
- ¿Sí? -arqueó las cejas-. Entonces, ¿cuando estoy en la escuela o en el parque
mamá sí que se pone un pañuelo blanco?
- No -le sonrió mientras le volvía a despeinar la raya que se había rehecho
pacientemente frente al espejo tras los mimos de Nilda.
Carlitos volvió frente a su cristal, no sin antes asegurarse de que los cordones de los
zapatos seguían bien atados. Se le quedó mirando, con esa carita que marcaba siempre
que algo se le escapaba de la lógica, de su lógica infantil, la que todo lo ve con ojos
inmaculados. Realmente había crecido mucho. Estaba orgulloso de que se le hacía
mayor pero sin dejar de hacer tantas preguntas. Por fortuna, seguía siendo un niño, su
niño.
- Pues… no entiendo nada, papá. Entonces, ¿mamá nunca se va a poner un
pañuelo blanco, incluso cuando yo no esté?
- No hijo, nunca.
A medida que cumplía la misma orden, Herman se acostumbró. Se lo dice el teniente, se
lo dicen en la Academia de Militares en la Casa de las Américas, lo dice la televisión,
los periódicos. Y lo dice la ley. La tortura y la eliminación es una manera de defender a
la patria y ya no le duele, ya no vomita. Su mente ya no debate. Desde hace unas
semanas, Herman duerme bien después de rezar al crucifijo que corona su almohada,
después de besar la fotografía de Victoria sonriéndole sobre los mocasines rosas.
La pasada también ha sido una buena noche, a pesar de ver esa tarde el nombre de su
comandante en la rotativa y saber que le tocaba vuelo. Hoy no están atados a rieles de
ferrocarril, con lo que es más fácil librarlos de sus ropas y acercarlos al vacío.
Uno detrás de otro, inertes, descalzos, desnudos. La compuerta se cierra, vuelve el vacío
silencio y es el momento de repartirse el botín. Si no lo cogen ellos, alguno del
aeroparque lo hará. Herman no es amigo de acumular demasiado. Pocas veces aparece
alguna moneda o billetes, las joyas ya se las han arrancado antes de trasladarlos desde la
ESMA y las ropas suelen estar desvencijadas y huelen mal, huelen a miedo. Pero mientras el comandante arrincona a gritos a Emilio, que ha sido incapaz de agarrar
y empujar a ninguno de esos sucios, Herman los encuentra: son los mismos zapatos
negros que llevaba minutos atrás Carlos, del que sin entender todavía por qué se ha
guardado su ficha en el bolsillo del pantalón, pero sin atreverse a leer sus apellidos, su
dirección, su profesión... aunque intuye que, por la edad, todavía no habrá abandonado
la universidad. De leve tacón pero con una marca de barro en el empeine de haber sido
arrastrado como peso muerto, con los cordones desatados, el cuero negro los muestra
resistentes. Pueden limpiarse perfectamente y es su número. Antes de meterlos en su
funda gris, desfila la ficha de Carlos bajo la plantilla. Los guardará en una caja antes de
destapar la botella que, como cada noche, luchará por callar el vacío silencio. Para
dormir bien después de rezar. Después de saludar a Victoria.
- Únicamente están reclamando a los suyos. Sólo quieren saber qué fue de sus
hijos. Tienen derecho a ello.
- Han pasado ya algunos años… no entiendo por qué siguen removiendo su
dolor. Después de tanto tiempo, es mejor que piensen que Dios los guarda en su seno.
- ¿Usted sería capaz de aparcar el vacío si le faltara Sebastián? ¿O imagínese que
le hubieran quitado a Cristina?
Le molestaba que hablaran de política en la zapatería. Intentó huir de las palabras y
refugiarse en la voz de Gustavo Cerati cantando esa frase inquietante de “Yo caminaré
entre las piedras hasta sentir el temblor en mis piernas” que confesaba la radio. El
regreso de la democracia hacía dos años había liberado muchas de aquellas frases, ideas
y debates que, aun así, evitaban pasearse por las calles y esquinas y crecían al amparo
de pequeños comercios o de sobremesas familiares, en las distancias cortas y conocidas.
Aunque Nilda y Marga eran dos clientas de confianza, incluso vecinas, le inquietaba
que un ajeno entrara en ese momento en la vieja zapatería y descubriera el debate.
- Y debe tener en cuenta que aquellos soldados sólo cumplían órdenes de sus
superiores, de lo que decía la ley.
- ¿Cumplían órdenes? ¿De verdad? –Marga alzó inconscientemente la voz-. ¿De
verdad un hombre puede tener una erección por orden de un superior? ¿De verdad un
hombre, un hijo de una madre, es capaz de alzar un bebé sobre el pecho de su mamá y
apuntarle con una pistola a la cabeza o electrocutarle en los pies descalzos para que ella
confiese vete a saber qué?
- ¡Por supuesto que no! Pero algo de humanidad les quedaba… En los vuelos no
lanzaban mujeres embarazadas…
- ¡Para robarles a sus niños cuando nacieran! –la voz de Marga se convirtió en
grito desangrado que hizo que Carlitos abandonara su avión para girarse hacia la
conversación-. A saber cuántos hijos están creciendo en brazos de los verdugos de sus
padres…
- Por favor, señoras… -interrumpió desde su silencio, desde sus manos afanadas
en una bota con la tapa repuesta-. Aquí no se habla de política, además ustedes no saben
cuántos niños rescataron así de familias de perdición para que los adoptaran y educaran
familias de bien. Volvió el silencio. Tragó saliva y agachó la mirada, el pensamiento, el pasado y el
futuro entre aquella bota larga, entre las gomas, entre su áspero ir y venir. Echó la
mirada atrás y observó la sonrisa de Victoria sobre la caja desgastada que sostenía el
crucifijo. Bajó la mirada y encontró a Carlitos que había vuelto a poner en vuelo el
avión.
Nilda y Marga se miraron y, como si un rayo las atizara, apartaron sus ojos hacia la
nada. Las observó, inmersas en esos silencios incómodos para los que no se encuentran
caminos de salida. Su mirada fue más allá, hacia la sombra del sol sobre la cortinilla.
Ante ella se detuvo una sombra blanca. Parecía dudar. Al fin, superó el escalón y
empujó la puerta de la zapatería. Cruzado el umbral, se detuvo mientras Nilda y Marga
se giraban ante ella. Carlitos también.
La mujer del pañuelo blanco atado con firmeza se le queda mirando. Pasan los segundos
y el único camino de su mirada es la suya, sus ojos, sus entrañas, sus silencios vacíos.
La mirada abrigada por el pañuelo blanco no se retira. Él asiente, es el único camino que
encuentra a medida que sus pasos recorren el pasillo, a medida que su mirada se acerca.
Vuelve el silencio vacío, pero no tiene a mano la botella con que callarlo.
- Carlitos, esta señora viene a buscarte –le indica mientras le hace levantarse y
saludarle con el mismo respeto que le han enseñado en la escuela mientras se gira, retira
la fotografía de Victoria, recoge la caja gastada por el tiempo y se la entrega.
La señora de blanco asiente y toma con fuerza de la mano a Carlitos. Agarra la caja,
mira a su padre, le da la mano a la señora que lleva uno de esos pañuelos que nunca se
pondrá su madre y avanza hacia la puerta abierta. No mira atrás, pero siente el poder
con el que le sujeta la señora. Al salir a la calle, cuando la puerta se cierra, la mira. La
señora del pañuelo blanco está llorando.
- Carlos, abre la caja, por favor.
Carlitos no se atreve a ofender sus lágrimas. Retira la tapa y encuentra unos zapatos
viejos, negros, desgastados, con una mancha de barro que los tatúa y una hoja
amarillenta entre los cordones con algunas palabras y números. Pone su nombre.
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